Adam Tooze ¿El covid ha acabado con el neoliberalismo?

Traducción y comentario al texto de Adam Tooze ¿El covid ha acabado con el neoliberalismo?

(The Guardian, 2 de septiembre, 2021)


Introducción

En días pasados, a mediados de septiembre de 2021, una delegación zapatista llegó a Europa con el objetivo de dialogar con la Europa de abajo y a la izquierda, con lo que llaman la Tierra Insumisa de Europa. Este es un impresionante esfuerzo a gran escala de continuar la discusión sobre cómo está el mundo, qué nos espera ante la multidimensional crisis que enfrenta la civilización capitalista, y sobre qué podemos hacer para defender la humanidad y la vida en el planeta ante la tormenta que se avecina. Y no sólo se avecina, sino que realmente ha iniciado, como la pandemia del coronavirus del 2020 y los catástrofes climáticos del 2021 manifiestan. Los y las zapatistas llevan años alertándonos sobre la tempestad y demandando una discusión profunda sobre sus alcances, significados y alternativas. Después de superar innumerables obstáculos, incluyendo el rebrote del Covid-19 en su variable Delta, la delegación zapatista, llamada “la extemporánea”, se encuentra ya en Austria organizando los diálogos y encuentros que tendrán por tres meses con pueblos, colectivos y personas en Europa.  


Recogiendo el llamado zapatista a profundizar la discusión, queremos ofrecer una versión en español del texto de Adam Tooze, columnista del diario The Guardian y profesor de historia en la Universidad de Columbia. Su texto, aunque dista mucho de la visión zapatista, profundiza notablemente en comprender los cambios operados en la economía y política del mundo desde el 2019 y en especial sobre si el Covid-19 ha acabado con el neoliberalismo, y sobre que políticas alternativas se esbozan y qué experimentan los grupos en el poder como reemplazo al monetarismo neoliberal en picada. 

Este autor es profesor universitario de historia en Columbia University y columnista de The Guardian, ese diario inglés que por más de un siglo ha mantenido una política independiente pues existe sin subsidios ni publicidad. Un recuento de sus ideas muestra la riqueza del artículo y su orientación a favor de políticas a la izquierda, por ejemplo el Green New Deal. Sin embargo, como veremos más abajo, su texto revela también incomprensión cuando mira a los países del sur global. 

Ofrezco, al final del texto de Tooze, un resumen y algunos comentarios.  


Traducción

¿El covid ha acabado con el neoliberalismo?

(“Has Covid Ended the Neoliberal Era?”)

El año 2020 expuso como nunca antes los riesgos y las debilidades del sistema global dirigido por la economía de mercados. Es difícil evitar el sentimiento  de que se ha llegado a un momento crítico, (a ´turning point´) de cambio ineludible.”

Por Adam Tooze, 2 de septiembre, 2021

The Guardian 


Si una palabra pudiera resumir la experiencia de 2020, ésta sería incredulidad. Entre el reconocimiento público de Xi Jinping del brote de coronavirus el 20 de enero de 2020 y la toma de posesión de Joe Biden como el presidente # 46 de Estados Unidos precisamente un año después, el mundo se vio sacudido por una enfermedad que en el espacio de 12 meses mató a más de 2.2 millones de personas. y enfermó gravemente a decenas de millones. Hoy el número oficial de muertos asciende a 4.51 millones. La cifra probable de muertes en exceso es más del doble de ese número. El virus interrumpió la rutina diaria de prácticamente todos en el planeta, detuvo gran parte de la vida pública, cerró escuelas, separó familias, interrumpió los viajes y trastornó la economía mundial.

Para contener la caída, el apoyo del gobierno a hogares, empresas y los mercados adquirió dimensiones no vistas fuera de tiempos de guerra. No fue sólo, con mucho, la recesión económica más aguda experimentada desde la Segunda Guerra Mundial, ésta fue cualitativamente única. Nunca antes se había tomado una decisión colectiva, por irregular y desigual que fuera, de cerrar gran parte de la economía mundial. Fue, como dijo el Fondo Monetario Internacional (FMI), “una crisis como ninguna otra”.

Incluso antes de que supiéramos lo que nos golpearía, había muchas razones para pensar que 2020 podría ser un año tumultuoso. El conflicto entre China y Estados Unidos estaba en ebullición. Una "nueva guerra fría" se sentía en el aire. El crecimiento mundial se había desacelerado seriamente en 2019. Al FMI le preocupaba el efecto desestabilizador que la tensión geopolítica podría tener en una economía mundial que ya estaba cargada de deuda. Los economistas crearon nuevos indicadores estadísticos para rastrear la incertidumbre que acechaba a la inversión. Los datos sugirieron con firmeza que la fuente del problema estaba en la Casa Blanca. El presidente # 45 de Estados Unidos, Donald Trump, había logrado convertirse en una obsesión global malsana. Se postulaba para la reelección en noviembre y parecía empeñado en desacreditar el proceso electoral incluso si obtenía una victoria. No en vano, el lema de la edición 2020 de la Conferencia de Seguridad de Múnich – la conferencia tipo Davos para la seguridad nacional-- fue “Malestar” o “incertidumbre” para el mundo occidental (“Westlessness” en el original en inglés).

Aparte de las preocupaciones sobre Washington, el reloj de las negociaciones del Brexit se estaba acabando. Aún más alarmante para Europa al comienzo de 2020 fue la perspectiva de una nueva crisis de refugiados. En el fondo acechaba tanto la amenaza de una escalofriante escalada final en la guerra civil de Siria como el problema crónico del subdesarrollo. La única forma de remediar eso era dinamizar la inversión y el crecimiento en el sur global. El flujo de capital, sin embargo, fue inestable y desigual. A fines de 2019, la mitad de los prestatarios de menores ingresos en África subsahariana ya se estaban acercando al punto en el que ya no podían pagar sus deudas.

La sensación generalizada de riesgo y ansiedad que rondaba la economía mundial supuso un cambio notable. No mucho antes, el aparente triunfo de Occidente en la guerra fría, el auge de las finanzas de mercado, los milagros de la tecnología de la información y la órbita cada vez más amplia del crecimiento económico parecían cimentar la economía capitalista como el motor que todo lo conquista de la historia moderna. En la década de 1990, la respuesta a la mayoría de las preguntas políticas parecía simple: "Es la economía, estúpido". A medida que el crecimiento económico transformó la vida de miles de millones, a Margaret Thatcher le gustaba decir, “no había alternativa”. Es decir, no había alternativa a un orden basado en la privatización, la regulación ligera y la libertad de circulación de bienes y capitales. Tan recientemente como en 2005, el primer ministro centrista de Gran Bretaña, Tony Blair, podía declarar que discutir sobre la globalización tenía tanto sentido como discutir si el otoño debería seguir al verano.

Para 2020, la globalización y las estaciones estaban muy en entredicho. La economía había pasado de ser la respuesta a ser la pregunta. Una serie de crisis profundas, que comenzaron en Asia a finales de los 90, se trasladaron al sistema financiero atlántico en 2008, la eurozona en 2010 y los productores mundiales de materias primas en 2014, habían sacudido la confianza en la economía de mercado. Todas esas crisis se habían superado, pero gracias al gasto del gobierno y las intervenciones del banco central que pusieron entredicho el seguir con los preceptos firmemente arraigados de "gobierno pequeño" y bancos centrales "independientes". Las crisis fueron provocadas por la especulación y la escala de las intervenciones necesarias para estabilizarlas fue histórica. Sin embargo, la riqueza de la élite mundial continuó expandiéndose. Mientras que las ganancias eran privadas, las pérdidas se socializaban. ¿Quién podría sorprenderse, se preguntan ahora muchos, si la creciente desigualdad condujera a una disrupción populista? Mientras tanto, con el espectacular ascenso de China, ya no estaba claro que los grandes dioses del crecimiento estuvieran del lado del oeste.

Y fue entonces, en enero de 2020 cuando la noticia salió de Beijing. China se enfrentaba de lleno a una fuerte epidemia por un nuevo coronavirus. Esta fue la "reacción" natural que los defensores del medio ambiente nos habían advertido durante mucho tiempo, pero mientras que la crisis climática nos esforzaba a pensar en una escala planetaria y a establecer un calendario en términos de décadas, el virus fue microscópico y omnipresente y se movía a un ritmo de días y semanas. No afectaba glaciares ni mareas oceánicas, sino nuestros cuerpos. Era trasmitido por nuestro aliento. No sólo pondría en cuestión las economías nacionales en lo individual, sino también a la economía mundial.

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Cuando emergió de las sombras, el Sars-CoV-2 tenía el aspecto de una catástrofe anunciada. Era precisamente el tipo de infección similar a la gripe y altamente contagiosa que habían predicho los virólogos. Provenía de uno de los lugares de donde esperaban que viniera: una región de densa interacción entre vida silvestre, agricultura y poblaciones urbanas esparcidas por el este de Asia. Se difundió, como era de esperar, a través de los canales de transporte y comunicación global. Francamente, se había tardado en llegar.

Ha habido pandemias mucho más letales. Lo que fue dramáticamente nuevo sobre el coronavirus en 2020 fue la escala de la respuesta. No fueron sólo los países ricos los que gastaron enormes sumas para apoyar a los ciudadanos y las empresas; los países pobres y de ingresos medios también estaban dispuestos a pagar un precio enorme. A principios de abril, la gran mayoría del mundo fuera de China, donde ya estaba contenido, estaba involucrada en un esfuerzo sin precedentes para detener el virus. “Esta es la primera guerra mundial real”, dijo Lenin Moreno, presidente de Ecuador, uno de los países más afectados. “Las otras guerras mundiales se localizaron en [algunos] continentes con muy poca participación de otros continentes… pero esto afecta a todos. No está localizado. No es una guerra de la que puedas escapar ".

Encierro (lockdown) es la palabra que se ha vuelto de uso común para describir nuestra reacción colectiva. La palabra misma es cuestionable. Encierro sugiere coacción. Antes de 2020, era un término asociado con el castigo colectivo en las cárceles. Hubo momentos y lugares en los que fue una descripción adecuada para la respuesta al Covid. En Delhi, Durban y París, la policía armada patrullaba las calles, tomaba nombres y números y castigaba a quienes violaban los toques de queda. En República Dominicana, de manera impresionante, 85,000 personas, casi el 1% de la población, fueron arrestadas por violar el encierro.

Incluso si se hacía sin violencia, el cierre ordenado por el gobierno de todos los restaurantes y bares podía resultar represivo para sus dueños y clientes. Pero encierro parece una forma unilateral de describir la reacción económica al coronavirus. La movilidad cayó precipitosamente, mucho antes de que se emitieran las órdenes gubernamentales. La huida en los mercados financieros buscando seguridad comenzó a finales de febrero. No había ningún carcelero que cerrara la puerta y girara la llave; más bien, los inversionistas corrían a protegerse. Los consumidores se quedaban en casa. Las empresas estaban cerrando o pasando a trabajar desde casa. A mediados de marzo, el cierre se convirtió en la norma. Aquellos que estaban fuera del espacio territorial nacional, como cientos de miles de marinos, se vieron condenados a un limbo incierto.

La adopción generalizada del término "encierro" es un índice de cuán contencioso resultaría ser la política del virus. Sociedades, comunidades y familias se pelearon amargamente por las mascarillas, el distanciamiento social y la cuarentena. Toda la experiencia fue un ejemplo a gran escala de lo que el sociólogo alemán Ulrich Beck en los años 80 denominó “sociedad del riesgo”. Como resultado del desarrollo de la sociedad moderna, nos encontramos colectivamente perseguidos por una amenaza invisible, visible solo para la ciencia, un riesgo que permaneció abstracto e inmaterial hasta que enfermaste, y los desafortunados se encontraron lentamente ahogándose en el fluido que se acumulaba en sus pulmones.

Una forma de reaccionar ante tal situación de riesgo consiste en negarla. Eso puede funcionar. Sería ingenuo imaginar lo contrario. Muchas enfermedades generalizadas y males sociales, incluidos muchos que causan la pérdida de vidas a gran escala, se ignoran y se naturalizan, y se tratan como "hechos de la vida". Con respecto a los mayores riesgos medioambientales, en particular la crisis climática, se podría decir que nuestro modo normal de operación es la negación y la ignorancia deliberada a gran escala.

Hacer frente a la pandemia fue lo que intentó hacer la gran mayoría de personas en todo el mundo. Pero el problema, como dijo Beck, es que hacer frente a los riesgos realmente a gran escala y omnipresentes que genera la sociedad moderna es más fácil de decir que de hacer. Requiere un acuerdo sobre cuál es el riesgo. También requiere un compromiso crítico con nuestro propio comportamiento y con el orden social al que pertenece. Requiere la voluntad de tomar decisiones políticas sobre distribución de recursos y prioridades en todos los niveles. Tales compromisos chocan con el deseo prevaleciente en los últimos 40 años de despolitizar, de usar los mercados o la ley para evitar tomar tales decisiones. Este es el impulso básico detrás del neoliberalismo, o la revolución del mercado: despolitizar los problemas distributivos, incluidas las consecuencias muy desiguales de los riesgos sociales, ya sea que se deban a cambios estructurales en la división global del trabajo, daños medioambientales o enfermedades.

El coronavirus expuso flagrantemente nuestra falta de preparación institucional, lo que Beck llamó nuestra “irresponsabilidad organizada”. Reveló la debilidad de los aparatos básicos de la administración estatal, como son bases de datos gubernamentales actualizadas. Para enfrentar la crisis, necesitábamos una sociedad que diera mucha más prioridad al cuidado (we needed a society that gave far greater priority to care). Desde lugares inesperados se hicieron fuertes llamados para crear un “nuevo contrato social” que valorara adecuadamente a los trabajadores esenciales y tomara responsabilidad ante los riesgos generados por los estilos de vida globalizados para el disfrute de los más afortunados.

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Les tocó a gobiernos de derecha o centristas hacer frente a la crisis de la pandemia. Por un lado, gobiernos como los de Bolsonaro en Brasil y Trump en Estados Unidos experimentaron con la negación. En México, el gobierno supuestamente izquierdista de Andrés Manuel López Obrador también siguió un camino parecido, negándose a tomar medidas drásticas. Por otro lado, “hombres fuertes” y  nacionalistas como Rodrigo Duterte en Filipinas, Narendra Modi en India, Vladimir Putin en Rusia y Recep Tayyip Erdoğan en Turquía no negaron el virus y más bien usaron su atractivo patriotero y tácticas intimidatorias para aplicar medidas anti pandemia. 

Fueron los dirigentes centristas los que sufrieron mayor presión: Figuras como Nancy Pelosi y Chuck Schumer en los Estados Unidos, o Sebastián Piñera en Chile, Cyril Ramaphosa en Sudáfrica, Emmanuel Macron, Angela Merkel, Ursula von der Leyen (presidenta de la Comisión Europea) y similares en Europa. Aceptaron la ciencia. La negación no era una opción. Pro estaban desesperados por demostrar que eran mejores que los "populistas".

Para hacer frente a la crisis, políticos centristas terminaron haciendo cosas muy radicales. La mayor parte fue improvisación y compromiso, pero fueron capaces de poner cierto brillo programático en sus respuestas a la pandemia, sea en la forma del programa “Next Generation” de la Unión Europea, o el programa “Build Back Better” de Biden en 2020. Este brillo provino del repertorio de ideas de propuestas de “modernización verde”, “desarrollo sostenible” y del llamado “Green New Deal”.

El resultado fue una amarga ironía histórica. Incluso cuando los defensores del Green New Deal, como Bernie Sanders y Jeremy Corbyn, habían sufrido una derrota electoral, el año 2020 confirmó rotundamente el realismo de su diagnóstico. Fue el Green New Deal el que abordó de lleno la urgencia de los desafíos ambientales y lo vinculó a cuestiones de extrema desigualdad social. Fue el Green New Deal el que insistió en que, al enfrentar estos desafíos, las democracias no podían dejarse paralizar por doctrinas económicas conservadoras heredadas de las batallas pasadas de los años 1970s y desacreditadas por la crisis financiera de 2008. Fue el Green New Deal el que movilizó a jóvenes ciudadanos comprometidos, en quienes la democracia, si quería tener un futuro esperanzador, dependía claramente.

El Green New Deal también había exigido, por supuesto, que en lugar de remendar interminablemente un sistema que producía y reproducía desigualdad, inestabilidad y crisis, debería reformarse radicalmente. Eso fue un desafío para los centristas. Pero uno de los atractivos de una crisis es que se pueden dejar de lado las cuestiones del futuro a largo plazo. El año 2020 se trató de la supervivencia.

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La respuesta inmediata de política económica al impacto del coronavirus se basó directamente en las lecciones de 2008. El gasto público y los recortes de impuestos para apoyar la economía fueron en 2020 aún más rápidos que en 2008. Las intervenciones del banco central fueron aún más espectaculares. Las políticas fiscales y monetarias en conjunto confirmaron las percepciones esenciales de las doctrinas económicas que una vez defendieron los keynesianos radicales y que se pusieron de moda gracias a doctrinas como la Teoría Monetaria Moderna (TMM). Las finanzas estatales no están limitadas como las de un hogar. Si un soberano monetario trata la cuestión de cómo organizar las finanzas como algo más que un asunto técnico, ésta es, en sí misma, una elección política. Como John Maynard Keynes recordó una vez a sus lectores en medio de la Segunda Guerra Mundial: "Todo lo que podamos hacer, lo podemos permitir". El verdadero desafío, la cuestión verdaderamente política, es llegar a un acuerdo en lo que queremos hacer así como en descubrir cómo hacerlo.

Los experimentos en política económica en 2020 no se limitaron a los países ricos. Habilitados por la abundancia de dólares desatados por la Fed, pero aprovechando décadas de experiencia con flujos de capital globales fluctuantes, muchos gobiernos de mercados emergentes, en Indonesia y Brasil por ejemplo, mostraron una iniciativa notable en la respuesta a la crisis del Covid-19. Pusieron a trabajar un conjunto de herramientas de políticas que les permitieron cubrir los riesgos de la integración financiera global. De manera irónica, a diferencia de 2008, el gran éxito de China para controlar el virus se acompañó de una política económica relativamente conservadora. Países como México e India, donde la pandemia se extendió rápidamente, sus gobiernos no respondieron con una política económica a gran escala; estos gobiernos parecían cada vez más desfasados con los tiempos. El año fue testigo del espectacular regaño del FMI al gobierno mexicano, teóricamente izquierdista, por no incrementar un déficit presupuestario lo suficientemente grande para enfrentar la pandemia. 

Es difícil evitar la sensación de que se ha alcanzado un punto de inflexión. ¿Es esta crisis, finalmente, la muerte de la ortodoxia que imperaba en la política económica desde los años 80? ¿Es ésta la sentencia de muerte del neoliberalismo? Al menos, quizás como una ideología coherente de gobierno: La idea de que el contexto de la actividad económica, --ya sea situaciones con enfermedades o las condiciones climáticas-- puede ignorarse o dejarse a los mercados para que la regulen se muestra claramente como fuera de contacto con la realidad. Lo mismo que la idea de que los mercados pueden autorregularse en relación con todos los shocks sociales y económicos imaginables. Incluso con más urgencia que en 2008, la supervivencia impuso intervenciones a una escala vista por última vez en la Segunda Guerra Mundial.

Todo esto dejó a los economistas [neoliberales] doctrinarios  sin aliento. Eso en sí mismo no es sorprendente. La comprensión ortodoxa de la política económica siempre fue poco realista. En realidad, el neoliberalismo siempre ha sido radicalmente pragmático. Su historia real fue la de una serie de intervenciones estatales en aras de la acumulación de capital, incluido el despliegue contundente de la violencia estatal para aplastar a la oposición. Cualesquiera que sean los giros y vueltas doctrinales, las realidades sociales con las que se entrelazó la revolución del mercado desde la década de 1970 perduraron hasta 2020. La fuerza histórica que finalmente hizo estallar los diques del orden neoliberal no fue el populismo radical o el resurgimiento de la lucha de clases, fue una plaga desatada por un crecimiento global descuidado y el enorme circulante de la acumulación financiera.

En 2008, la crisis fue provocada por la sobreexpansión de los bancos y los excesos de operaciones hipotecarias. En 2020, el coronavirus golpeó al sistema financiero desde el exterior, pero la fragilidad que este golpe expuso se generó internamente. Esta vez no fueron los bancos el eslabón débil, sino los propios mercados. El impacto fue al corazón mismo del sistema, al mercado de bonos del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, ese fondo de activos supuestamente seguros en los que se basa toda la pirámide crediticia. Si éste se hubiera derretido, se habría llevado al resto del mundo con él.

La escala de las intervenciones estabilizadoras en 2020 fue impresionante. Ésta confirmó la insistencia básica del Green New Deal: si hubiera voluntad, los estados democráticos tendrían las herramientas que necesitan para ejercer control sobre la economía. Sin embargo, esto fue una comprensión de doble filo, porque si bien estas intervenciones fueron una afirmación del poder soberano [de los estados], también es cierto que sólo fueron impulsadas debido a la crisis. Las intervenciones estatales, como en 2008, sirvieron a los intereses de quienes más tenían que perder. Esta vez, no solo los bancos individuales, sino todos los mercados fueron declarados como “demasiado grandes para quebrar” (too big to fail). Romper este ciclo de crisis, intervención estatal y estabilización para convertir a la política económica en un verdadero ejercicio de soberanía democrática, requiere una reforma radical. Requiere un cambio de poder real, y las probabilidades estaban en contra de eso.

Las intervenciones masivas de política económica de 2020, como las de 2008, tuvieron así los dos lados del rostro de Janus. Por un lado, su escala rompió los límites de la moderación neoliberal y su lógica económica confirmó el diagnóstico básico de la macroeconomía intervencionista de regreso a Keynes. Cuando una economía entra en recesión, no es necesario aceptar el desastre como una cura natural o una purga vigorizante. Al revés, una política económica gubernamental rápida y decisiva podría prevenir el colapso y prevenir el desempleo, el despilfarro y el sufrimiento social innecesarios. 

Estas intervenciones no podían dejar de aparecer como presagios de un nuevo régimen más allá del neoliberalismo. Por otro lado, estas acciones no neoliberales se hicieron, sin embargo, de arriba hacia abajo. Eran políticamente pensables simplemente porque no había ningún desafío desde la izquierda y su urgencia estaba impulsada por la necesidad de estabilizar el sistema financiero. Y cumplieron. En el transcurso de 2020, el patrimonio neto de los hogares en los Estados Unidos aumentó en más de $ 15 billones de dólares. Sin embargo, eso benefició de manera abrumadora al 1% superior, que poseía casi el 40% de todas las acciones. Y al 10% superior, que poseía el 84%. Si se trataba de un "nuevo contrato social", tal contrato es alarmantemente unilateral.

Sin embargo, 2020 fue un momento no solo de saqueo, sino de experimentación reformista. En respuesta a la amenaza de una crisis social, se probaron nuevos modos de prestación de asistencia social en Europa, Estados Unidos y muchas economías de mercados emergentes. Y en busca de una agenda positiva, los centristas abrazaron la política ambiental y el tema de la crisis climática como nunca antes. Contrariamente al temor de que Covid-19 pudiera distraer la atención de otras prioridades, la economía política del Green New Deal se generalizó. “Crecimiento verde”, “Reconstruir mejor”, “Pacto verde”: los lemas variaban, pero todos expresaban la modernización verde como la respuesta centrista común a la crisis.

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Ver el 2020 como una crisis integral de la era neoliberal, en lo que respecta a sus fundamentos medioambientales, sociales, económicos y políticos, nos ayuda a encontrar nuestro rumbo histórico. Vista en esos términos, la crisis del coronavirus marca el final de un arco cuyo origen se encuentra en los años 1970s. También podría verse como la primera crisis integral de la era del Antropoceno, una era definida por una escalada de nuestra relación desequilibrada con la naturaleza.

El año 2020 expuso cuán dependiente era la actividad económica de la estabilidad del entorno natural. Una pequeña mutación de virus en un microbio podría amenazar la economía mundial. También expuso cómo, en un extremo, todo el sistema monetario y financiero tendría que dirigirse al el apoyo de los mercados y de los medios de vida. Esto obligó a preguntarse quién era apoyado y cómo, qué trabajadores, qué empresas recibirían qué beneficios o qué exención de impuestos. Estos desarrollos derribaron particiones que habían sido fundamentales para la economía política del último medio siglo, líneas que separaban la economía de la naturaleza, la economía de la política social y de la política per se.

Además de eso, hubo otro cambio importante, pues el 2020 finalmente disolvió los supuestos subyacentes de la era del neoliberalismo: el ascenso de China.

Cuando en 2005 Tony Blair se burló de los críticos de la globalización, se burlaba de sus propios temores. Blair contrastó sus ansiedades parroquiales con la energía modernizadora de las naciones asiáticas, para las cuales la globalización ofrecía un horizonte brillante. Las amenazas a la seguridad global que Blair reconoció, tales como el terrorismo islámico, eran atemorizantes. Pero estas amenazas no tenían ninguna posibilidad de cambiar realmente el statu quo. Ahí radicaba su irracionalidad suicida e irreal. En la década posterior a 2008, fue esta confianza en la solidez del statu quo lo que se perdió.

Rusia fue la primera en exponer el hecho de que el crecimiento económico mundial podría cambiar el equilibrio de poder. Impulsada por las exportaciones de petróleo y gas, Moscú resurgió como un desafío a la hegemonía estadounidense. Sin embargo, la amenaza de Putin fue limitada. La de China no lo fue. En diciembre de 2017, Estados Unidos emitió su nueva Estrategia de Seguridad Nacional, que por primera vez designó al Indo-Pacífico como el escenario decisivo de la competencia de grandes potencias. En marzo de 2019, la Unión Europea emitió un documento de estrategia en el mismo sentido. El Reino Unido, mientras tanto, dio un giro extraordinario, desde la celebración de una nueva “era dorada” de las relaciones entre China y el Reino Unido en 2015 hasta el despliegue de un portaaviones en el Mar de China Meridional.

La lógica militar resulta familiar. Todas las grandes potencias son rivales, o al menos así dice la lógica del pensamiento "realista". En el caso de China, está el factor ideológico añadido. [Y el racismo ancestral blanco occidental, creo habría que añadir.]  En 2021, el PCCh hizo algo que su homólogo soviético nunca llegó a hacer: celebró su centenario. Si bien desde los años 80 había permitido el crecimiento impulsado por el mercado y la acumulación de capital privado, Pekín no ocultó su adhesión a una herencia ideológica que iba desde Marx y Engels hasta Lenin, Stalin y Mao. Xi Jinping difícilmente podría haber sido más enfático sobre la necesidad de adherirse a esta tradición, y no más claro en su condena de Mikhail Gorbachev por perder el control de la brújula ideológica de la URSS. Así que la "nueva" guerra fría fue en realidad la "vieja" guerra fría revivida, la guerra fría en Asia, la que Occidente nunca ganó.

Sin embargo, había dos grandes diferencias que separan el pasado del presente. El primero es la economía. China representa una amenaza como resultado del mayor auge económico de la historia. Esto había perjudicado a algunos trabajadores de la industria manufacturera de Occidente, pero las empresas y los consumidores de todo el mundo occidental y más allá se habían beneficiado enormemente del desarrollo de China y podían beneficiarse aún más en el futuro. Esto creó un dilema. Una guerra fría revivida con China tiene sentido desde todos los puntos de vista excepto "la economía, estúpido".

La segunda novedad fundamental es el problema medioambiental global y el papel del crecimiento económico en su aceleración. Cuando la política climática global surgió por primera vez en su forma moderna en los años 90, Estados Unidos era el contaminador más grande y recalcitrante. China era pobre y sus emisiones apenas figuraban en el balance global. Para 2020, China emitió más dióxido de carbono que Estados Unidos y Europa juntos, y la brecha estaba a punto de ampliarse al menos durante otra década. No se puede imaginar una solución al problema climático sin China más de lo que se podría imaginar una respuesta al riesgo de enfermedades infecciosas emergentes. China es la incubadora más poderosa de ambos.

En 2020, los modernizadores verdes de la Unión Europea todavía estaban tratando de resolver este doble dilema en sus documentos estratégicos al definir a China al mismo tiempo como un rival sistémico, un competidor estratégico y un socio para enfrentar la crisis climática. La administración Trump se hizo la vida más fácil al negar el problema climático. Pero Washington también fue atrapado en los cuernos del dilema económico: entre la denuncia ideológica de Beijing, el cálculo estratégico, las inversiones corporativas a largo plazo en China y el deseo del presidente de llegar a un acuerdo rápido. Esta fue una combinación inestable, y en 2020 la balanza se inclinó. China fue redefinida como una amenaza para Estados Unidos, estratégica y económicamente. En reacción, las ramas de inteligencia, seguridad y judicial del gobierno estadounidense declararon la guerra económica a China. Al cerrar mercados y bloquear la exportación de microchips y equipo para fabricar microchips, Estados Unidos se propuso sabotear el desarrollo del sector de alta tecnología de China, el corazón de cualquier economía moderna.

Fue hasta cierto punto accidental que esta escalada tuviera lugar cuando lo hizo. El ascenso de China es un cambio histórico mundial a largo plazo. Pero el éxito de Beijing en el manejo del coronavirus y la asertividad que desató fueron una señal de alerta para la administración Trump. Mientras tanto, era cada vez más claro que la continua fortaleza global de Estados Unidos en finanzas, tecnología y poder militar descansaba sobre pies domésticos de barro. Como el Covid-19 expuso dolorosamente, el sistema de salud de Estados Unidos está en ruinas y su red de seguridad social interna dejó a decenas de millones en riesgo de pobreza. Si el "soñar Chino" de Xi llegó intacto hasta 2020, no se puede decir lo mismo de su contraparte estadounidense.

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La crisis general del neoliberalismo en 2020 tiene, por tanto, un significado específico y traumático para Estados Unidos y para una parte del espectro político estadounidense en particular. El partido republicano y sus electores nacionalistas y conservadores sufrieron en 2020 lo que mejor puede describirse como una crisis existencial, con consecuencias profundamente dañinas para el gobierno estadounidense, para la constitución estadounidense, y para las relaciones de Estados Unidos con el resto del mundo. Esto culminó en el período extraordinario entre el 3 de noviembre de 2020 y el 6 de enero de 2021, en el que Trump se negó a admitir la derrota electoral. Gran parte del Partido Republicano se dedicó a apoyar activamente un esfuerzo por revertir las elecciones; mientras, la crisis social y la pandemia quedaron desatendidas, y, finalmente, el 6 de enero, el presidente y otras figuras destacadas de su partido alentaron la invasión de una turba al Capitolio.

Por una buena razón, esto suscita profundas preocupaciones sobre el futuro de la democracia estadounidense. Y hay elementos de la extrema derecha de la política estadounidense que pueden describirse con justicia como fascistoides. Pero faltaban dos elementos básicos en la ecuación fascista original en Estados Unidos en 2020. Uno es la guerra total. Los estadounidenses recuerdan la guerra civil e imaginan futuras guerras civiles por venir. Recientemente se han involucrado en guerras expedicionarias que han repercutido en la sociedad estadounidense en las fantasías paramilitares y la militarización policiaca. Esto es cierto, pero una guerra total reconfigura una sociedad de una manera muy diferente. Requiere una fuerza masiva, no los comandos individualizados de 2020. 

El otro ingrediente que falta en la ecuación fascista clásica es el antagonismo social, una amenaza de la izquierda, ya sea imaginaria o real, al status quo social y económico. A medida que se acumulaban las nubes de una tormenta constitucionales en 2020, las empresas estadounidenses se alinearon masiva y directamente contra Trump. Las principales voces de las corporaciones estadounidenses no temían explicar el caso comercial para hacerlo, incluido el valor para los accionistas, los problemas de administrar empresas con fuerzas laborales divididas políticamente, la importancia económica del estado de derecho y, sorprendentemente, las pérdidas en ventas esperadas en caso de guerra civil.

Esta alineación del dinero con la democracia en los Estados Unidos en 2020 debería ser tranquilizadora, pero solo hasta cierto punto. Considérese por un segundo un escenario alternativo. ¿Qué pasaría si el virus hubiera llegado a los Estados Unidos unas semanas antes y la propagación de la pandemia hubiera producido un apoyo masivo suficiente para que Bernie Sanders y su llamado a la atención médica universal hubieran llevado a un socialista declarado a ganar las primarias demócratas en lugar de Joe Biden? No es difícil imaginar un escenario en el que todo el peso de los negocios estadounidenses se hubiera echado para el otro lado, por las mismas razones, respaldando a Trump para asegurarse de que Sanders no fuera elegido. ¿Y si Sanders hubiera ganado la mayoría? Entonces habríamos tenido una verdadera prueba de la constitución estadounidense y la lealtad de los intereses sociales más poderosos a ella. El hecho de que tengamos que contemplar tales escenarios es indicativo de lo extremo de la policrisis de 2020.

La elección de Joe Biden y el hecho de que su investidura tuviera lugar a la hora señalada el 21 de enero de 2021 restauraron la sensación de calma. Pero cuando Biden declara audazmente que “Estados Unidos ha vuelto”, se ha vuelto cada vez más claro que la siguiente pregunta que debemos hacernos es: ¿Estados Unidos está de regreso a qué? La crisis generalizada del neoliberalismo puede haber desatado una energía intelectual creativa incluso en el centro de la política que alguna vez estuvo muerto. Pero una crisis intelectual no crea una nueva era. Ciertamente es estimulante descubrir con Keynes que podemos permitirnos cualquier cosa que podamos hacer, aunque también nos pone en aprietos. ¿Qué podemos y debemos hacer realmente? ¿Quiénes, de hecho, somos nosotros?

Como demuestran Gran Bretaña, Estados Unidos y Brasil, la política democrática está adoptando nuevas formas extrañas y desconocidas. Las desigualdades sociales son más, no menos extremas. Al menos en los países ricos, no existe una fuerza compensatoria colectiva. La acumulación capitalista continúa en canales que continuamente multiplican los riesgos. El principal uso que se ha dado a nuestra recién descubierta libertad financiera son los esfuerzos cada vez más grotescos de estabilización financiera. El antagonismo entre Occidente y China divide a grandes porciones del mundo, como no sucedía desde la guerra fría. Y ahora, en forma de Covid-19, ha llegado el monstruo. El Antropoceno ha mostrado sus colmillos, en una escala todavía modesta. El coronavirus está lejos de ser lo peor de lo que deberíamos esperar: 2020 no fue la alerta completa. Si nos estamos desempolvando y disfrutando de la recuperación, debemos reflexionar. En todo el mundo, los muertos son innumerables, pero nuestra mejor estimación sitúa la cifra en 10 millones. Miles mueren todos los días. Pero 2020 fue apenas una llamada de atención.

Texto adaptado de “Shutdown: How Covid Shook the World’s Economy” libro por Adam Tooze, publicado por Allen Lane el 7 de septiembre de 2021. Para adquirir una copia, ir a guardianbookshop.com


Resumen del texto

En este ensayo, Adam Tooze profundiza notablemente en comprender los cambios operados en la economía y política del mundo desde 2019, en especial sobre qué contradicciones se han exacerbado, sobre si el Covid-19 ha acabado con el neoliberalismo, sobre que políticas alternativas se esbozan y sobre qué experimentan los grupos en el poder como reemplazo al monetarismo neoliberal en picada.

El autor divide su estudio es seis partes, ninguna con título. En la primera explica que ya en 2019 la economía mundial y el dominio occidental estaban en entredicho, tenían fuertes problemas y desafíos cuando de manera increíble, un pequeño virus atacó brutalmente. En la segunda parte expone las reacciones, incluyendo las irresponsables, a la pandemia: El coronavirus propició que gobiernos de países ricos y medios gastaran sumas millonarias para evitar colapsos; las sociedades y los políticos por su parte, reaccionaron de maneras contradictorias, sea propiciando el encierro o, lo contrario, la negación; pero la pandemia, sobre todo, exhibió lo vulnerable y riesgoso de nuestras sociedades, que parecieran organizadas para desarrollar irresponsablemente una globalización que disfrutan los más afortunados pero que ignora los riesgos que para los y las demás produce. En la tercera parte, Tooze hace una evaluación de las políticas que estaban disponibles cuando la pandemia explotó: los derechistas negando hacer algo, los centristas haciendo equilibrios para enfrentar simultáneamente a la pandemia y a los irresponsables políticos derechistas, y a la izquierda estaban las mejores propuestas, como el Green New Deal, realistas y responsables, pero que carecían de poder político. En la cuarta parte se discute cómo el Covid-19 ha puesto al neoliberalismo en entredicho aunque esto no haya resultado en cuestionar la dominación de la élite capitalista multinacional; La plaga, en efecto, obligó al sistema a ignorar a los economistas neoliberales ortodoxos y a revalorar la importancia de los estados nacionales fuertes para hacer frente a la pandemia y a futuras crisis que, como puede preverse, serán recurrentes. Las intervenciones estatales, sin embargo serán en lo fundamental en beneficio de la misma élite capitalista y para solidificar su poder. En la quinta parte, Tooze hace ver cómo el Covid-19 trajo a la naturaleza al centro de las preocupaciones de Occidente y, sobre todo, confirmó como nunca que China es una desafiante fuerza emergente para los poderes occidentales. 

La sexta parte son las conclusiones, y éstas no son alentadoras. Por un lado, en Estados Unidos, la derecha fascistoide asomó su cara de disgusto en 2020 e incluso se atrevió a intentar revertir las elecciones que no le favorecían en lo que el autor no pero sí otros han calificado como intento de golpe de estado. Fracasó, pero ¿por cuánto tiempo? Según Tooze, para el triunfo fascistoide faltó la perspectiva de una guerra que galvanizara las fuerzas de derecha. Fueron sólo grupitos, a final de cuentas, quienes asaltaron el Capitolio, si bien revertir las elecciones fue defendido por la mayoría de los republicanos. Y, por otro lado, faltó una amenaza desde la izquierda. La clase empresarial se alineó contra Trump porque era nocivo para los negocios. Uno de los argumentos más sorpresivos para oponerse a Trump que retratan a la clase dominante consiste en las “perdidas” “en ventas” que hubieran ocurrido “en caso de guerra civil”. Cero interés en la democracia. Por eso, se pregunta el autor, de haber ganado Sanders ¿qué hubiese pasado? Con los mismos argumentos en defensa de sus negocios, la clase capitalista se hubiese inclinado por Trump. Y si aún así Sanders hubiese ganado, ¿Qué habría hecho la clase dominante? Por ahora, Biden en el poder trae “cierta calma.” Pero de nuevo ¿por cuanto tiempo? La crisis doctrinaria del neoliberalismo es real, permitiendo nuevos horizontes teóricos. Pero la pregunta es de qué somos capaces. “Ciertamente es estimulante descubrir con Keynes que podemos permitirnos cualquier cosa que podamos hacer, aunque también nos pone en aprietos. ¿Qué podemos y debemos hacer realmente? ¿Quiénes, de hecho, somos nosotros?”

El mundo, por otro lado. Gran Bretaña, Estados Unidos y Brasil indican “nuevas formas extrañas y desconocidas” de la democracia. “Las desigualdades sociales son más, no menos extremas.” “La acumulación capitalista continúa en canales que continuamente multiplican los riesgos.” El neoliberalismo es reemplazado por “esfuerzos cada vez más grotescos de estabilización financiera.” “El antagonismo entre Occidente y China divide a grandes porciones del mundo, como no sucedía desde la guerra fría.” “Y ahora, en forma de Covid-19, ha llegado el monstruo. El Antropoceno ha mostrado sus colmillos, en una escala todavía modesta. El coronavirus está lejos de ser lo peor de lo que deberíamos esperar: 2020 no fue la alerta completa. Si nos estamos desempolvando y disfrutando de la recuperación, debemos reflexionar. En todo el mundo, los muertos son innumerables, pero nuestra mejor estimación sitúa la cifra en 10 millones. Miles mueren todos los días. Pero 2020 fue apenas una llamada de atención.”


Comentario
¿Está el capitalismo transitando del neoliberalismo hacia una nueva fase de dominación? ¿Hacia donde? 

Escojo comentar el estudio de Asam Tooze desde un encuadre inspirado por la lucha zapatista. En un texto publicado en 2018, el SupGaleano presentó una visión de la situación mundial para el “Encuentro de Redes de Apoyo al CIG y a su Vocera” Marichuy titulado “300: Una finca, un mundo, una guerra, pocas probabilidades” (Enlace Zapatista, 20 de agosto, 2018). En este texto, SupGaleano propone que el capitalismo está enfrentado una “crisis compleja” que es, entre otras cosas, una “combinación de crisis” y enumera algunas de esas crisis. Una “crisis ambiental que está pegando en todas partes del mundo”. Una crisis de “migración”: “La guerra de conquista, que está en la esencia misma del sistema, ya no ocupa territorios y su población, sino que pone a esa población en el rubro de ´sobras´, ´ruinas´, ´escombros´, por lo que esas poblaciones o perecen o emigran…” Y una tercera es la crisis energética: “el agotamiento de los recursos que hacen andar ´la máquina´… Los llamados ´picos´ finales en reservas de petróleo y carbón.” 

Esta crisis compleja se alimenta, bien lo sabemos, de muchas otras crisis. La pandemia del Covid-19 lo hizo evidente. Un recuento de la crisis compleja rebasa este comentario. Tan sólo en unos días, varios reportes alertaron que cerca de 24 millones de personas morirán de males cardiovasculares para 2030 (La Jornada, 22 septiembre, 2021), 7 millones morirán al año por la contaminación del aire (Democracy Now, 23 de septiembre, 2021),  millones de hectáreas para producir frijol se arruinaron en México debido al exceso o escases de lluvias (La Jornada, 21 de septiembre, 2021), y las Naciones Unidas hicieron un dramático llamado: “enfrentamos la cascada de crisis más grande de nuestras vidas por la confluencia del cambio climático, la pandemia, así como las amenazas a la paz y a los derechos humanos” (La Jornada, 23 septiembre, 2021). La situación mundial aterroriza: contaminación (del mundo, de la naturaleza y de la humanidad misma), crisis de salud expuesta por la pandemia, creciente escasez de agua potable, brutal polarización entre pobreza y riqueza, crisis de la “democracia” que permite y propicia el surgimiento de gobiernos fascistoides, crisis de violencia, en especial contra mujeres, asesinatos y desapariciones, surgimiento de bandas criminales, miedo, estrés, depresión y trastornos mentales cada vez más naturalizados, aislamiento y soledad atrapados en tabletas y celulares, recurrentes crisis económicas, repunte de una confrontación entre potencias mundiales (USA vs China) y muchos más etcéteras. 

Esta crisis compleja puede considerarse por tanto una crisis de civilización. Es decir, no se trata de una típica crisis económica capitalista que tanto desgarran el tejido social, sino de algo más profundo, siniestro y mortal. Una crisis que requiere un cambio a fondo de la civilización que vivimos y de la idea misma de civilización. Una crisis que, si nos ponemos muy optimistas, diríamos que puede abrirnos horizontes de emancipación inéditas.  

La pandemia del Covid-19 parece un símbolo de todo esto. El año 2020 parece marcar un punto de inflexión, un momento crítico, catastrófico. El preludio o el inicio de una “tempestad”, como dicen los y las zapatistas. Una “coyuntura” que anuncia y exige cambios drásticos, fundamentales, radicales, y que por lo mismo, polariza a la humanidad, a sus naciones y sociedades, y amenaza el futuro y la integridad de millones de personas. Pero que por lo mismo siembra y puede agitar movimientos, rebeliones e insurrecciones de muchos tipos y en muchos lugares. 

En este contexto, el ensayo, Adam Tooze profundiza notablemente en comprender los cambios operados en la economía y política del mundo desde 2019, en especial sobre qué contradicciones se han exacerbado, sobre si el Covid-19 ha acabado con el neoliberalismo, sobre que políticas alternativas se esbozan y sobre qué experimentan los grupos en el poder como reemplazo al monetarismo neoliberal en picada.

Sin embargo, como decíamos al principio, la mirada progresista, --no necesariamente radical o anticapitalista-- de Tooze desarmando las piezas del capitalismo neoliberal en crisis, parece opacarse al asomarse al sur, en particular hacia México. Al comparar a Bolsanaro en Brasil y a AMLO en México en un breve comentario, su mirada resulta menos crítica del neoliberalismo y más cercana a las miradas del imperio. Esto no quita riqueza a su estudio, pero sí impone recordar que no es lo mismo vivir la crisis desde la academia en Londres o Washington que desde las realidades de la colonialidad en Latinoamérica o África.   

Mirando el norte

Una de las ideas más decisivas del artículo, que aparece desde el título mismo, nos dice que el neoliberalismo ha sufrido un golpe decisivo, al menos como doctrina y teoría económica. Pues ya nadie se cree que la crisis compleja pueda ser enfrentada dejando a los mercados que se autorregulen por sí mismos y sin intervenciones determinantes de Estados fuertes y, por tanto, soberanos. Keynes, dice Tooze, está de vuelta. 

Pero ¡cuidado!, advierte el autor. Con o sin economistas doctrinarios neoliberales, la élite clase capitalista multinacional continúa, intacta, detentando el poder y manipulando la economía mundial a la medida de sus caprichos especulativos y de sus necesidades de inversión. Pero además de convertirse en el grupo más rico en la historia de la humanidad, lo que ha conseguido es provocar una crisis civilizatoria. Y también ha aprendido a enfrentarla. Ensaya desde la crisis del 2008, y ahora con la de 2020, cómo manipular la teoría económica para construir un nuevo modelo de respuesta ante las crisis que se vienen y que, como se ve, van a ser recurrentes y cada vez más aterradoras. 

La élite capitalista mundial reactualiza políticas económicas para navegar ciclos de recesiones e intervenciones estatales para estabilizar las economías y para seguir adelante como si nada hubiese pasado (business as usual). En otras palabras, que siga la economía de “riesgos”; que sigan la especulación y la acumulación de capitales; que continúen los desmanes capitalistas; que se profundice la crisis civilizatoria, la miseria y desesperanza para la mayoría; que se tensen hasta el agotamiento la naturaleza y la fuerza de trabajo; y que cuando la crisis explote, que venga el Estado a resolverla endeudando y usando los recursos de todos. Que ellos hagan sus desmanes y que todos pagamos las platos rotos. ¿Su justificación? El nuevo imperativo categórico: son muy grandes para dejarlos caer (“too big to fail”.) Y en verdad lo son.     

Si no, veamos como Tooze caracteriza la intensidad de las crisis. En 2008, la crisis golpeó los excesos en las operaciones hipotecarias; en 2020, el coronavirus golpeó al sistema financiero en su conjunto. “Esta vez el impacto fue al corazón mismo del sistema, al mercado de bonos del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, ese fondo de activos supuestamente seguros en los que se basa toda la pirámide crediticia. Si éste se hubiera derretido, se habría llevado al resto del mundo con él.” Una megarrecesión de consecuencias catastróficas.

Otra de las ideas Tooze señala que la crisis del 2020 bien puede considerarse “la primera crisis integral de la era del Antropoceno, una era definida por una escalada de nuestra relación desequilibrada con la naturaleza.” La naturaleza, así, demanda crudamente su lugar en las decisiones de economía política. 

Podríamos así proponer que la pandemia marca el fin de la fase capitalista neoliberal, abre una nueva fase de inestabilidad entre neoliberales y neoconservadores, como sugiere SupGaleano (Enlace Zapatista, 1 de Enero 2021) y marca el inicio de la fase capitalista del antropoceno.    

Como sea, sería útil comparar y contrastar el estudio de Tooze con los escritos zapatistas que discuten la coyuntura actual de crisis del neoliberalismo (o de sus descalabros dañando al mundo y a la humanidad): ver en particular “El muro y la Grieta” (2015), “300: Una finca, un mundo, una guerra, pocas probabilidades” (2018), “Una montaña en altamar” (2020) y “La travesía por la vida: ¿A qué vamos?” [a Europa] (2021). Lo intentaremos en un texto posterior.

Mirando el sur

Mientras que Tooze revisa notablemente el 2020 y la transición económica y política en que vivimos, parece desconocer, por otro lado, la realidad de los países del Sur Global, México en particular. En un comentario al vuelo donde revisa las políticas económicas de los gobiernos del mundo, Tooze critica al gobierno de AMLO a la vez que parece dar palmaditas de aprobación a un gobierno como el de Bolsonaro en Brasil. Si en el Norte, Tooze se alinea con políticas de izquierda como Sanders o el Green New Deal, al mirar hacia el Sur, parece alinearse con las fuerzas más conservadoras en contra de esfuerzos nacionalistas de gobiernos progresistas. 

Dice Tooze que “Habilitados por la abundancia de dólares desatados por la Fed, pero aprovechando décadas de experiencia con flujos de capital globales fluctuantes, muchos gobiernos de mercados emergentes, en Indonesia y Brasil por ejemplo, mostraron una iniciativa notable en la respuesta a la crisis del Covid-19. Pusieron a trabajar un conjunto de herramientas de políticas que les permitieron cubrir los riesgos de la integración financiera global. De manera irónica, a diferencia de 2008, el gran éxito de China para controlar el virus se acompañó de una política económica relativamente conservadora. Países como México e India, donde la pandemia se extendió rápidamente, sus gobiernos no respondieron con una política económica a gran escala; estos gobiernos parecían cada vez más desfasados con los tiempos. El año fue testigo del espectacular regaño del FMI al gobierno mexicano, teóricamente izquierdista, por no incrementar un déficit presupuestario lo suficientemente grande para enfrentar la pandemia.”

¿Cómo entender la alineación de Tooze, que al mirar al norte simpatiza con la izquierda en Inglaterra y Estados Unidos, pero que al mirar al sur da palmaditas de apoyo al gobierno “fascistoide” (expresión que Tooze para referirse a los republicanos de Trump) de Bolsanaro?  ¿Cómo entender su alineación con la derecha más conservadora en México, aliada al FMI? Ciertamente podemos tratar de comprender su propuesta keynesiana: los ingresos y por tanto el gasto público de los estados no es fijo, como el de una economía doméstica, sino flexible, y por tanto expandible vía políticas monetarias. Y sin embargo, ¿cómo ignorar el daño que la deuda externa y en particular los acuerdos con el FMI, las llamadas “cartas de intención” han hecho a las economías y pueblos del sur, en particular en México? 

El “regaño” del FMI contra AMLO puede entenderse de otra manera. No es que la 4T sea un gobierno del pueblo; es de hecho otra forma de gobierno capitalista. Pero dudamos mucho que los pueblos de Brasil --pese a su “notable iniciativa” según Tooze-- estén saliendo mejor librados de la pandemia que los de México. 

Ciertamente, AMLO informó en marzo de 2020 que no pediría nuevos préstamos del FMI para enfrentar la pandemia, como lo pedían las asociaciones de empresarios. Fabiola Martínez y Alma E. Muñoz  reportan que, según AMLO el país tiene “una amplia línea de crédito con el Fondo Monetario Internacional”, pero que el presidente “no planea echar mano de esa alternativa”: “Hay un acuerdo suscrito con el Fondo Monetario Internacional para disponer de 8-10 mil millones de dólares, nada más que lo que diga mi dedito ahí”, negando en señal de rechazo a esa opción. (La Jornada, 11 de marzo, 2020).  

Y ciertamente esto provocó el “espectacular regaño” del FMI del que habla Tooze: “Frente a una crisis ´tan profunda, y que se anticipa que sea transitoria´ como la impuesta por Covid-19, México debe tomar sus ahorros y su capacidad de endeudamiento para apuntalar programas de apoyo a empresas y familia” afirma “Alejandro Werner, director para el Hemisferio Occidente del Fondo Monetario Internacional (FMI).” El funcionario, que antes de trabajar para el FMI fue “subsecretario de Hacienda en la primera mitad del gobierno de Felipe Calderón” complementó su “regaño” aclarando que el gobierno mexicano, además de aceptar el “endeudamiento” debe “legislar para garantizar que estos recursos tengan una fuente de pago en el futuro” (La Jornada, 16 de abril, 2020). 

¿Alguien en el campo del progresismo o de la izquierda puede ignorar que el de Calderón fue uno de los gobiernos más conservadores y dañinos a México, que no sólo entregó literalmente el país al capital multinacional que tanto critica Tooze, sino que además ahogó al país en corrupción y sangre merced de su militarista “guerras contra las drogas” impuestas por el complejo militar industrial del Pentágono?

Contestando el “regaño”, escribe el columnista Carlos Fernández-Vega: “Encadenados… por la mafia bancaria trasnacional y los organismos financieros supuestamente globales, los países emergentes (moderno eufemismo para ubicar a las naciones del Tercer Mundo) registran un saldo de deuda externa sin precedente: 8 billones de dólares (millones de millones) al cierre de 2018, algo así como ocho tantos el producto interno bruto mexicano. Ahogados en deudas (más el descomunal pago de intereses), con economías más que endebles, pobreza galopante y una espeluznante concentración del ingreso y la riqueza, en plena pandemia del Covid-19, y para enfrentar positivamente sus consecuencias, la recomendación de esa mafia y sus organismos financieros es endeudarse aún más… para crecer y reducir la pobreza… El débito mexicano creció… ¿dónde quedaron las consecuencias benéficas de endeudarse velozmente, es decir, el crecimiento económico y la reducción de la pobreza? El primero se mantiene prófugo y la depauperación se registra a largo y ancho de esta República hipotecada. Pero el FMI asegura que lo conveniente es seguir por ese camino: contratar más deuda y legislar para garantizar su pago.” (“FMI: ¿más deuda?: Buitres al acecho.” La Jornada, 18 de abril, 2020)

No hay forma en que Tooze pueda ignorar cifras como las reportadas apenas por el Banco de México: “Intereses del rescate bancario rebasaron la deuda inicial. Tras más de 20 años los intereses del rescate bancario han resultado en pagos que al día de hoy superan la deuda original. De acuerdo con cifras oficiales, el acumulado de las obligaciones financieras, que derivaron en el Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa), y que se socializaron en 1998, rebasan 1.4 billones de pesos. Sólo para el próximo año exigirán un presupuesto similar al de la secretarías de Marina, o de Energía o Medio Ambiente y Recursos Naturales, esto sólo para el pago de recargos y costos de administración.” (Dora Villanueva, La Jornada, 20 Sept 2021)

¿Cuándo terminará esa dinámica imperial del Norte que contagia incluso a sus académicos progresistas, capaces de criticarlo todo en sus sociedades nativas pero que al mirar a los “atrasados” países del sur cierran filas frívolamente con sus imperios como si las lógicas capitalistas de colonialidad y subordinación no existieran?